Por Pedro Mir
Ya se sabe. Ahora que se conmemora un nuevo aniversario del Padre de la Patria, debemos prepararnos a escuchar una monserga insufrible en torno a este personaje polémico de nuestras luchas históricas. Vendrán los ditirambos huecos y la ensalada plañidera que suele acompañar a la banda de música en sus estaciones conmemorativas.
No se sabe que haya tema alguno en toda nuestra historia que sea más convencional, mas acomodaticio y más aburrido que esa biografía del forjador de nuestra nacionalidad que hemos recibido todos, como un escapulario, en las escuelas primarias. Sólo recordar aquellos recitativos que le endilgaban a uno aquellos bondadosos maestros el “Día de Duarte”, cargados de imposiciones morales y ejemplos, de bondad y de sacrificio, le pone a uno “carne de gallina”. Pero lo peor del caso es que han pasado cincuenta años turbulentos y todavía se sigue con aquello del sacrificio de la casita y punto.
Punto. No se encuentra nada más. Es inútil que el adolescente pregunte, principalmente en esta época que vivimos, con sus ejemplos y sus sacrificios, por qué Duarte es la figura principal del proceso de nuestra nacionalidad. Mejor ni preguntar. Y si el muchacho parte de un modelo tan ardoroso como el de José Martí por ejemplo, que el día 28, dos días después, cumple también un aniversario de su nacimiento, la pregunta culmina en tragedia. Martí no fue solamente un gran patriota, sino también uno de los más excelsos proscritos que haya deambulado jamás por tierras de América, luchador incansable, gran ideólogo, gran escritor, gran poeta, orador electrizante, cronista incomparable, estilista sin par, renovador literario entre los fundadores del Modernismo, orientador de todo el Continente y, de paso, figura romántica típica, con su pequeña bohemia y sus conquistas amorosas.
Sin ir más lejos. Una biografía tan ardiente como la de Luperón, a quien el reproche de caudillismo y otras culpas no disminuye su grandeza, induce a no pocos estudiosos a considerarlo como nuestra figura más destacada y más brillante. Y es indudable que cualquier escritor encuentra en la vida de este gran luchador elementos apetecibles para una atrayente biografía.
Pero no encontramos en Duarte ninguno de estos brillantes caireles. Escritor mediocre, pésimo poeta, exiliado oscuro hasta las tinieblas, triste de toda tristeza, su cabeza rodeada de un halo de misticismo cargado de olor a incienso, sin obra, sin citas, sin hazañas. En el retablo de los grandes libertadores de América apenas sí se distingue su figura delicuescente. Ha sido necesario acumular sobre él un verdadero torrente de convencionalismos, acompañarlo de otros dos patriotas y no dejarlo nunca solo en ninguna parte de las instituciones oficiales. Esta es una imagen no solamente dolorosa, sino, en ocasiones indignante y perniciosa.
¿QUÉ SUCEDE?
Porque Duarte es sin disputa un libertador verdadero y un ejemplo cargado de enseñanzas. Lo que sucede es que la historiografía nacional ha sido renuente, tanto por principio como por ignorancia, a poner la grandeza de Duarte en sus verdaderos términos y ha preferido destacar los elementos débiles de su propia vida, a base de adjetivos altisonantes y poses apostólicas cuyo resultado no hace sino distorsionar la realidad, cubrirla de un velo gris y reducir su grandeza a la cursilería.
Sin entrar en los desarrollos que el espacio disponible impide, lo primero que habría que tomar en cuenta es el marco social e histórico en que surge la figura de Duarte. Lo primero sería el estudio del proceso de nuestra nacionalidad en cuya virtud se esclareciera esta premisa fundamental: que antes de Duarte no se puede hablar de nacionalidad dominicana. Y otra cosa, que la soberanía haitiana estaba sólidamente afincada en esta parte de la isla para el 1838. La tendencia independentista, que había florecido entre nosotros desde tiempos tan lejanos como 1809 y había atravesado la experiencia de 1821, se había apartado de la corriente continental y carecía de empuje para esos días. La vida pública seguía apaciblemente las leyes de la inercia. No se encuentra en ninguna parte signo alguno que revele una corriente popular en este sentido.
Duarte, que es un producto de ese medio, sale a estudiar al extranjero en esa edad en que el futuro se presenta como responsabilidad y como destino. Es un muchacho bien criado que ha asimilado la educación que le ha ofrecido su medio. Como que su padre, un español de Verger de la Frontera, casado con una muchachita seibana, dispone de medios, lo envía a estudiar a Europa y le rompe, sin duda involuntariamente, todo el esquema conservador en que ha crecido el muchacho. La Europa que le toca conocer es nada menos que la de 1830, años de ardiente agitación revolucionaria que atraviesa todas las fronteras. Ha conocido Estados Unidos, luego Inglaterra, sobre todo Francia, y ha pasado a establecerse en la ciudad más europea y más efervescente de la España de entonces, Barcelona, donde el anarquismo había encontrado un nido caliente. Selden Rodman supone con mucho fundamento que ha debido asistir al estreno de Hermani, de Víctor Hugo, que produce tumultos en todas partes, y uno de cuyos personajes al comienzo de la obra se llama precisamente Duarte. Pero, más que Hugo, ha debido impresionar a este joven antillano una obra más influyente, el Contrato Social, de Rousseau. Dice Marx en alguna parte que el “constitucionalismo” era una moda por los años de 1830. No cabe duda de que en el pensamiento de Duarte, tanto el constitucionalismo como el deísmo de Rousseau, dejaron profunda huella. El primer artículo de su proyecto de Constitución lo exhibe palmariamente.
A los 18 años, este joven estudiante, conocedor de idiomas, hijo de una lejana, pequeña patria, se embriaga con estas ideas nuevas, comprende el sentido de la nacionalidad, asimila el pensamiento constitucional y descubre una idea sumamente sencilla, que exige pocos vuelos teóricos y a la que se puede llegar inclusive por vía de la fe: que la verdadera fuerza histórica reside en el pueblo.
Esta idea simple contiene, no obstante, formidables implicaciones públicas. Para Duarte ha debido significar que la pequeñez y la debilidad de su país natal no significaba incapacidad para labrar su propio destino. Bastaría que el pueblo empuñara en sus propias manos la tarea de emancipación. Y así, apoderado de este pensamiento, interrumpió sus estudios y abrazó la causa popular.
Nadie creyó en él. Que el pueblo de esta parte de la Isla pudiera establecerse como nación independiente frente a Haití, no fue cosa en que creyeran los haitianos. Haití había derrotado a Napoleón y no había en Santo Domingo tradiciones de esa estatura. Tampoco creyeron las naciones imperiales implicadas, Inglaterra, Francia, España y Estados Unidos. Si este país se independizaba de Haití, debía ser fácil presa de cualquier nación imperial y ninguna de ellas estaba dispuesta a cedérsela a su rival.
La clase social predominante en esta parte era la de los terratenientes. Tampoco podía creer ni en la independencia ni en el pueblo. La gran contribución histórica de Duarte consistió precisamente en eso, en impregnar a su pueblo de la confianza en sus propias fuerzas y darle como bandera la idea de la Constitución.
A partir de entonces, la historia de nuestro país consistió en eso. En un ideal de libertad encarnado en la Constitución y en una convicción profundamente duartista de que la realización de ese ideal era la misión suprema del pueblo.
Cuando los restos de Duarte llegaron al país desde las lejanas selvas de Venezuela, el pueblo se tiró a las calles. Había comprendido su mensaje y lo había puesto en marcha. La guerra de la Restauración era su obra.
Exactamente cien años después de ésta, que es la gran epopeya emancipadora de nuestra patria, en la cual el pueblo se enfrentó a una gran potencia sin más concurso que sus ideales patrióticos, se produce en nuestro país un acontecimiento cuyo parentesco con aquel es notorio: 1965. Y hay un hecho notable, los acontecimientos modernos son conocidos como “constitucionalistas” y los vehículos que transitaban por la zona convulsionada, llevaban un gran letrero: ¡PUEBLO!
Quiere decir que más allá de la mitad del siglo XX, todavía el pueblo combatía por las ideas que un muchacho de 18 años había aprendido más acá de la mitad del siglo XIX. Era, sin duda, una manifestación del atraso político en que se encontraba el país, después de 30 años o más de dictadura unipersonal. Pero era también una manifestación de la profundidad, la justeza, la fuerza, la hermosura y la validez de aquellas ideas elementales, y, por lo mismo, genuinamente históricas, que nos legó ese hombre modesto que bien merece el calificativo de fundador de esta nacionalidad. Y que esto no haya podido ser destruido ni siquiera por aquellos que militaban en sus mismas filas, verbigracia en los días restauradores, da la medida justa de esa grandeza…
Rev. ¡Ahora! , No. 481,29 de enero de 1973.
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